Erase una vez, en un país muy lejano, muy lejano, y hace mucho, mucho tiempo, existía un bosque maravilloso y precioso, que tenía muchos tipos de árboles y animales.
Había pinos altísimos, había robles y encinas llenos de bellotas, frutales de todo tipo, desde naranjos a perales, nogales, castaños… y los espectaculares ginkgos con su hojas en forma de abanico.
Había muchísimos animales: osos, lobos, zorros, conejos, águilas, gorriones, lagartijas, osos, vacas,
Los dragones tenían el tamaño de un niño de 7 años aunque, muy de vez en cuando, alguno conseguía ser un dragón gigante.
Se parecían a los lagartos pero tenían alas y, además, echaban fuego por la boca para calentar sus
alimentos, principalmente, frutas e insectos (las hormigas les encantaban).
Tenían todas las tonalidades del verde, del amarillo y del marrón.
Unos vivían en los árboles como los pájaros, otros en el suelo como los conejos y otros en cuevas como los osos.
Los dragones llevaban toda la vida viviendo allí, junto con el resto de animales.
Pero un día, llegaron al bosque los hombres y, en ese mismo instante, comenzaron a instalarse en casas hechas de madera. Para construir esas casas cortaban los árboles donde vivían y comían los dragones y el resto de animales que encontraban a su paso.
Los hombres empezaron a cultivar solo unos cuentos alimentos, los que más les gustaban, los cuales eran pocos, en comparación con los que daba el bosque; esto lo hacían en campos de cultivo; para hacer esos campos de cultivo tenían que cortar más árboles y echar a los animales de esos lugares ya que estos se comían todo aquello que habían plantado.
Y, como los hombres cada vez eran mayor cantidad, más casas, más caminos para comunicar esas casas, más campos de cultivo y más animales necesitaban.
Era lo que los hombres llamaban desarrollo.
Pero, mientras hacían esto, los dragones luchaban contra los humanos para defender sus nidos, su alimento y al resto de animales. Pero no eran suficientemente grandes, ni fuertes, ni su fuego tan potente para poder luchar contra las lanzas, las flechas, escudos y espadas de los hombres.
Como los dragones luchaban tanto, y los hombres eran cada vez más y más, estos últimos, decidieron eliminar a todos los dragones de una vez por todas. Para ello, construyeron muchas flechas, escudos, lanzas de madera, y muchas espadas de hierro extraído de las montañas del bosque, por lo cual, el bosque cada vez era más pequeño y lo habitaban menos animales y árboles.
Así fueron, poco a poco, eliminando a todos los dragones, hasta que solo quedó una familia que vivía en una cueva oculta dentro del bosque.
Allí entraron los hombres con sus escudos, sus espadas y lanzas y mataron a toda la familia de dragones. Pero el más pequeñito se pudo esconder en un diminuto agujero por donde vio todo lo que ocurrió y se pudo salvar.
Después de que los hombres se fuesen, el dragoncito salió de su escondite y se puso a llorar por la muerte de sus hermanos y sus padres.
Ese llanto lo escuchó un lobo que se acercó a la cueva, lo cogió con la boca y se lo llevo de allí a un lugar muy, muy lejano, un lugar donde los hombres no podrían llegar nunca, nunca y que solo los animales conocen.
Allí se quedó y, poco a poco, se fue haciendo grande y fuerte, y más grande y más fuerte… tan grande como una casa, tan fuerte como 100 elefantes y con un fuego como el de 100 lanzallamas.
Mientras el dragón se hacía grande, pasaron muchos, muchos años, tantos que los humanos ya no recordaban que allí hubiese habido un gran bosque con muchos animales y, mucho menos, dragones. Quedaba muy poco bosque y muy pocos animales, sin embargo, sí había muchas casas, muchos caminos, muchos campos de cultivo y muchos establos llenos de animales encerrados.
Se había construido un gran Castillo, donde vivía el Rey y la Reina con una encantadora princesa.
En ese castillo vivía mucha gente: panaderos, soldados… Entre ellos había un trovador, un cantante de poemas, romances e historias, con su laúd y su flauta; este trovador se llamaba Jordi, tenía una voz maravillosa y encantadora. Todo el mundo decía que cantaba como los ángeles y, un día, la princesa dijo que era un “Santo” (por lo bello que cantaba). Desde entonces, todo el mundo le empezó a llamar “Sant Jordi”.
Así llegó el día en que el dragón, después de tantos años, decidió volver al bosque donde había nacido para castigar a los humanos que habían matado a su familia y al resto de dragones. Pero, cuando llegó, en lugar de alegrarse, se enfadó aún más, porque pudo ver lo que quedaba del bosque y cómo vivían la mayoría de los animales que quedaban, encerrados en establos o cercados con vallas.
Rugió tan fuerte que se escuchó en todo el reino… Voló alto, para luego bajar y quemar todas las casas, todos los caminos, todos los campos de cultivo, y establos, después de liberar a todos los animales.
Pero, cuando se dirigía al Castillo, le esperaba un ejercito grandioso, aunque, esta vez, el dragón era muy grande, muy fuerte, volaba muy rápido para poder ser alcanzado por las armas de los hombres. Les eliminó a todos en muy poco tiempo.
Cuando terminó con el ejército, se acercó al castillo y entró en la gran sala del Rey, al cual, de un bocado, se lo comió; luego se comió a la reina y, cuando se iba, escuchó la voz de la princesa, y la vio escondida debajo de una mesa llorando…
El dragón se dio cuenta de lo que había hecho, del horror y del mal que había causado y, recordó de nuevo, cómo habían matado los hombres a su familia y hermanos, igual que él había hecho con el Rey y la Reina.
El dragón lloró, y lloró. Rugió. Cuando se calmó, levantó con sus garras de forma delicada, a la princesa y se la llevó volando hacia la cueva donde una vez vivió con su familia. Y allí, el dragón, con lágrimas en los ojos, le contó por qué había hecho todo aquel daño, y la princesa también lloraba de pena por lo mucho que había sufrido el Dragón, le perdonó el daño causado.
En el momento en el que la princesa perdonaba al dragón y, mientras lloraban los dos, apareció “Sant Jordi”, pero no con el laúd y la flauta, sino con una espada y un escudo. Dio un grito, se lanzó a luchar con el
dragón.
Pero el dragón no quería luchar más, no quería matar a nadie más y tampoco tenía ganas de vivir con lo que había hecho ya que se había comportado como lo hacían los hombres. Así que, abrió sus alas y se dejó matar por “Sant Jordi” que le clavó su espada en el pecho.
La sangre del dragón fue cayendo al suelo y se mezcló con las lágrimas de la princesa y, de esa unión, nacieron las rosas rojas de dragón, la flor más bella conocida en el mundo.
“Sant Jordi” le preguntó a la princesa por qué lloraba y la princesa le explicó que era por el dragón y por lo que este había sufrido; le explicó la historia que le contó el Dragón. Pero “Sant Jordi” no creyó ni una palabra y a partir de ese momento, comenzó a contar y a cantar, con su voz dulce y encantadora por todo el mundo, la historia que hoy conocemos.
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